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Como excusa para empezar esto, diré que hoy estaba tranquilamente en mi habitación, cuando ha aparecido mi madre contando lo amable que es la gente cuando sonríes y cómo todo es más fácil si eres amable. Que los desconocidos intentan ayudarla porque suele caer bien. Una vez dicho esto, mientras me daba una palmadita en el hombro, ha añadido muy seria «Y tú eres…bueno, tú…lo tienes jodido», y ha salido de la habitación.

Evidentemente, con un asalto así, estuve pensando un rato -pero tampoco demasiado, no es la primera de las «profecías maternas», ni será la última-, y siendo sincera, me da igual que el señor de la cola del supermercado me deje pasar porque sólo tengo una caja de cereales y él 23kg de comida.

Y poco me importa que esa señora -con la que comparto apellido en dos de cada cuatro documentos- crea que lo mejor es conseguir una vida indolora con la que poder sonreír de 8 a 5.

Porque da igual cómo intentes adornarlo, la sonrisa de un desconocido por aguantar la puerta del ascensor durante tres segundos, no vale lo mismo que cualquier otra, sonreír no significa ser feliz, y que algo no duela tampoco significa que esté bien.

Me da igual reír diez horas al día o dos minutos a la semana, pero si lo hago quiero hacerlo de verdad; si odio, quiero odiar sin reservas; si duele, quiero que duela de verdad, y si soy amable con una persona, quiero que lo merezca. Porque lo contrario es igual de absurdo que decir que un personaje de televisión es mi amigo porque me río mucho con él, o que ese primo al que sólo he visto tres minutos de mi vida es mi familia.

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